dissabte, 21 de febrer del 2009

Colegio San Luis Gonzaga: vigilar y castigar.

El “Quer”
Josep Maria Fonollosa
Conservo todavía un nítido y a la vez amargo recuerdo de mi paso por el colegio San Luis Gonzaga. Los diez años que permanecí en él, me ayudan a mantener fresca su imagen, así como a evocar, con relativa facilidad, toda una serie de vivencias y sentimientos que experimenté, la mayoría tristes -otros no tanto- durante esta dilatada e intensa etapa de mi vida escolar. El colegio en cuestión, por llamarlo de alguna manera, se encontraba en el barcelonés barrio de Gracia, concretamente, en la calle Buenavista nº 4. El perfil arquitectónico lo formaba una planta baja, lugar en el que también estaba el patio, un sótano y dos plantas en alzado, donde se distribuían las distintas aulas. Era un centro privado habilitado, que no homologado,- lo que nos hubiese evitado acudir al “matadero” del Ausias March- y, junto a los colegios Bruniquer y Pedagogium San Fernando, formaban un “holding” de escuelas, propiedad de la familia Quer, prestigiosa dinastía de docentes y educadores encuadrados dentro de la corriente pedagógica de la Escuela Activa o Educación Nueva, seguidores de Montessori, Decroly, Cousinet y Freinet -cualquier exalumno captará la ironía-. Se trataba de un centro exclusivo para chicos aunque posteriormente tuvimos ocasión de ver alguna falda: sirvan de ejemplo la Clara Quer, la Ballester y alguna más. A él tenían acceso, preferentemente, alumnos de familias de clase media y media-baja, entre los que yo me encontraba y que, con grandes esfuerzos, hacían frente al recibo de, aproximadamente, unas cinco mil pesetas al mes. Lo peor de todo es que nuestras familias se sacrificaban creyendo que sus hijos iban a un buen colegio y que, en definitiva, también recibían un buena educación. La cruda realidad llegaba cuando debíamos afrontar los exámenes finales en el Instituto Ausias March.
En este primer capítulo me centraré en quizás, la persona más siniestra y perversa que me he encontrado en un centro escolar: “el Quer” –después del paso de este renglón y medio, su recuerdo me obliga a quitar el “quizás”- La jornada comenzaba a las nueve de la mañana y antes de subir a las aulas debíamos formar por cursos y en hileras en el patio. Este acto, indefectiblemente, era conducido por el director del centro, el Sr. Quer, para más señas, Vicente Quer Claret, personaje ya calificado y, particularmente peligroso por una natural agresividad, seguramente no reprimida jamás, de quien se decía que había acabado magisterio a los treinta años –dato no confirmado, el de que acabó los estudios--. Por cierto, titulación que no le permitía firmar actas oficiales, cuestión que debía despachar el Sr. Velasco (José Velasco Crivillé) a quien una vez le vi una tarjeta de presentación con el título de “Director técnico” que, realmente, lo explicaba todo. De altura considerable, tez rojiza –que en algunos casos en los que la ira se adueñaba de él, se tornaba granate- y casi barbilampiña, con unos ojos saltones, fuera de órbita,
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que destacaban por asomar dos segundos antes que su prominente nariz, de poco pelo –poseía desde muy joven dos imponentes entradas- , siempre lo recuerdo canoso y con una amplia y alargada colleja. No obstante, sobre todo, destacaba por sus dos principios pedagógicos que siempre acompañaban sus actividades formativas: dos manos como dos raquetas de tenis. Para dirigir la formación de la entrada al colegio, solía situarse en una amplia ventana, situada entre la primera y la segunda planta -según la época del año detrás de unas gafas de sol- , desde donde daba las órdenes oportunas para organizar la formación. El acto comenzaba con unas enérgicas palmadas seguidas del grito marcial – que posteriormente lo volví a oír durante el servicio militar- “a cubrirse ya”. Al mismo tiempo, a pie de patio, nos podíamos encontrar al Sr. Saludes (Antonio Saludes) el “salsas” o al Sr. Martorell, el profesor de gimnasia –casi siempre comiendo o fumando en pipa- quienes, sobre todo el primero, imponían orden sobre el terreno, en las formaciones y vigilaban que las filas estuvieran rectas, los brazos –el izquierdo- bien erguidos, sin apoyarse en el de delante –“sólo con las yemas”, decían- y de que hubiera silencio. Este momento no marcaba, solamente, el inicio de las “actividades formativas”, sino que era el comienzo de esa sensación de miedo en la que, sobre todo, estaba presente lo que la psicología conductista ha llamado “evitar el castigo” –físico o psíquico- y que iba a perdurar hasta la hora de salida a las seis de la tarde. El director y sus acólitos, pues, eran los primeros personajes de quienes tenías que protegerte, ya que era práctica habitual empezar a castigar desde primera hora de la mañana. Si no se alcanzaba el silencio deseado nos hacían permanecer con el brazo extendido durante varios minutos hasta que su piadosa voz pronunciaba el esperado “descanso ya”. Ciertamente, analizando su comportamiento, con la perspectiva que ofrece el paso del tiempo, podríamos calificar su comportamiento, sus modos, maneras de actuar e, incluso, su estética, como las de un auténtico “césar” , “fhurer” o caudillo -queda claro que ahora no lo estoy calificando: lo estoy describiendo-. Una vez asistimos a, quizás al hecho más lamentable y penoso de este “iluminado” y frustrado púgil, -resulta difícil evaluar, por la cantidad de acontecimientos de esta índole, qué ha sido lo peor que se ha visto en este centro-: se trata de la paliza que le propinó al Navarro, aquel chico alto de pelo lacio y largo, con un flequillo que acostumbraba a reposar sobre sus gafas y que, debido a su trabajo, –era vendedor en una tienda de trajes, Leone?, de la Travesera de Gracia- ,siempre iba muy bien vestido. Lo corrió a golpes desde un extremo del patio al otro. En ese desigual combate, todo valía: patadas, bofetadas, puñetazos, etc. y el pobre Navarro, como un muñeco de trapo, iba dando piruetas “semi-cayéndose”, incorporándose, cubriéndose la cabeza y, como un experto malabarista, tratando de alcanzar las gafas que saltaban por los aires detrás de cada embestida de “búfalo Quer”. Normalmente, esta bestia, no se empleaba tan a fondo y, para la corta distancia usaba
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otras técnicas menos enérgicas pero también muy contundentes: tirones de orejas, de patillas y simples bofetadas que, no obstante, ejecutaba con cierta sofisticación y, no menos destreza, –los “carquiñoles” y las collejas- eran la especialidad del “salsas”-. La bofetada, cuya descripción me resulta fácil recordar ya que alguna vez la probé de manera gratuita, se ejecutaba en dos tiempos bien diferenciados: en la primera parte, que solía ir acompañada de un sermón a gritos –era corto ya que su ira le imbuía rápidamente el ansia de empezar a golpear- recriminatorio y, a la vez pseudojustificante de la inminente agresión. El “killer” pellizcaba la mejilla, cogiendo la “galta”, con sus dedos pulgar e índice –la yema del pulgar y la parte media del índice, para abarcar más masa- y a modo de masaje, rotaba y rotaba la, ya dolorida mejilla, retorciéndola, a la vez que te iba acercando y colocando en una posición –distancia y orientación- que le permitiera asestar la segunda y definitiva fase del bofetón que, eso sí, con la mano abierta, ejecutaba con gran maestría y contundencia. En algunos casos, se comentaba, que durante el masaje previo facial había levantado al desgraciado de turno unos centímetros del suelo -tirando de las patillas lo había conseguido- lo que, en ese caso, el remate final, empalmando, se incrementaba considerablemente el impacto, por efecto de la ley de la gravedad. Cuando estaba animado y gracias a un estricto sentido estético de la “simetría cromática”, repetía la operación pero en lado contrario, para igualar el color de las mejillas. Ciertamente, recuerdo perfectamente, ver los dedos, literalmente marcados, en la cara de alguno de esos pobres diablos o, quizás, mirándome al espejo. Lo peor de todo y que, además, impide argumentar el eximente del calentón, es que si lograbas esquivar la ostia o te cubrías con los brazos, “búfalo Quer” aún se enfurecía más y no paraba, ahora ya con mayor brusquedad y energía, hasta alcanzar su objetivo: golpear la cabeza del alumno.
Para ser justos y rigurosos del todo, al menos así lo noté yo alguna vez, después de estas palizas se apreciaba en la bestia un atisbo de ternura o quizás pena, hacia el agredido. Ahora bien, en ningún caso debería interpretarse como un sentimiento profundo de arrepentimiento guiado por la trascendencia de un valor ético o de, simplemente, caridad cristiana –a Dios rogando y con el mazo dando-, ni mucho menos, se trataba de una terapia, de índole psicológico, para superar ese malestar superfluo y esa ira que lo envolvía y que, hasta cierto punto, le producía una manifiesta incomodidad.
Evidentemente ahora se entiende lo de Escuela Activa y vaya si era activa la escuela: había activad repartiendo bofetadas a diestro y siniestro y activad, también para esquivarlas y evitarlas.
Finalmente, después de muchos años asumiendo el rol del director, decidió también dedicarse a la docencia. Como su titulación le impedía hacerlo de manera oficial se inventó la asignatura de Dibujo Lineal en 3º y 4º de bachillerato. La idea no era mala del todo, pues realmente se trataba
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de un buen aprendizaje previo para afrontar la asignatura oficial en 5º de bachiller (la oficial se impartía en 5º y no recuerdo si también en 6º) que, dicho se de paso, era un hueso. Lo más sustancial y, a la vez, pintoresco de su actividad docente se centraba en la manera de corregir, evaluar y programar las actividades de recuperación. Uno acudía a la mesa del profesor con la lámina, normalmente acabada en casa y en la que, por que no decirlo, alguna imprecisión se podía encontrar – el tiralíneas era muy duro y los rotrings muy caros-, se la mostraba al artista para que se iniciara el protocolario ritual: la corrección se basaba en marcar con un bolígrafo en la lamina las incorrecciones apreciadas –en algunas ocasiones sacaba las escuadras, reglas, cartabones y el compás para hacer alguna indicación-, la evaluación, normalmente, cuando así lo consideraba oportuno, consistía en perforar con el mismo bolígrafo la lámina para pasar, inmediatamente, a explicar las actividades de recuperación: repite. Hubo algún descarado y, a la vez, valiente, que con gran habilidad fue capaz de borrar las marcas y recomponer el agujero de la evaluación –con celo en la parte posterior- y volver a presentarla obteniendo en esta segunda vez la aprobación del ilustrado Sr. Quer.
En fin, hasta aquí mi homenaje al ínclito director del colegio San Luis Gonzaga, Vicente Quer Claret: un paradigma ético de comportamiento y de deontología docente, para esta época postmoderna en la que los grandes valores, aquellos que han de servir como referentes para conducir a nuestra juventud, están en crisis.
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SANT LUIS GONZAGA "Els Origens"







Sopar 20 de febrer

Hola companys afegeixo alguna foto d'aquest passat sopar del 20/02/2009
(Joan Bernat-Verí)



















El sopar d'ahir va ser emotiu, com tots els que hem fet, però aquest cop amb nous companys i companyes que feia més de trenta anys que no havíem vist! Les noves tecnologies ens han facilitat aquestes entranyables trobades, i esperem continuar fent-les. Aquí les fotos que ens ha enviat Eduardo Ruesca.

Carles Bort